Teatro El Nacional

El sueño de un artista que se convirtió en emblema porteño: más de un siglo de gloria, fuego y renacimiento.

El 5 de abril de 1906, Jerónimo Podestá cumplió un sueño: abrir su propio teatro. Ese día, nació el Teatro El Nacional, con Pericón Nacional, sainetes y el estreno de Locos de verano, de Laferrère. Muy pronto se volvió emblema de la cultura porteña.

En sus primeros años, la sala vibró con el arte criollo: gauchos, compadritos, y dramas costumbristas llenaban las butacas. Se estrenaban obras de Florencio Sánchez, González Castillo y Vacarezza. Pascual Carcavallo no dudó en bautizarla como “la catedral del género chico”.

Durante los años locos del siglo XX, figuras como Carlos Gardel, Tita Merello y Azucena Maizani pisaron su escenario. En los 30, brillaron Muiño y Alippi con Así es la vida. Y en 1936, un insólito decreto presidencial cambió su nombre a “National”, por considerar que “El Nacional” podría afectar la imagen del país. Finalmente, en 1940 recuperó su identidad original.

La década del 40 trajo operetas, magia y estrellas internacionales como Dolores del Río y Miguel de Molina. Luego llegaron las revistas: Nélida Roca, Pepe Arias, José Marrone y Tato Bores hicieron reír a generaciones. En los 60, bajo el mando de Alejandro Romay, renació el musical: Mi bella dama, Hair, El violinista sobre el tejado. En 1972, Romay lo reconstruyó a nuevo y lo equipó con tecnología de punta, sin tocar su hall original de 1906.

Los 70 vieron el estreno de Pippin, Chicago y revistas memorables con Nélida Lobato y Zulma Faiad. Pero en 1982, una tragedia lo destruyó: un incendio —aún sin causa confirmada— lo redujo a escombros. Algunos lo atribuyeron a un cortocircuito; otros, a un posible atentado contra una sátira del gobierno militar.

Tras 18 años en ruinas, el 1 de marzo de 2000, volvió a brillar.  Otra vez de la mano de Romay, se convirtió en una de las salas más modernas de Sudamérica. Y, como homenaje a su propia historia, reabrió con Mi bella dama.

Hoy, El Nacional sigue de pie y es un legado vivo. Una llama que el tiempo no puede apagar.


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