El Picadero se ha consolidado como un emblema de la cultura porteña. Con una identidad construida a lo largo del tiempo, este espacio invita a acercarse, compartir y ser parte de una experiencia artística y humana que trasciende las funciones.
Nació a mediados de 1981, en un edificio que había funcionado como fábrica, sobre el encantador pasaje Enrique Santos Discépolo. Claro que quedó sellado para siempre en la memoria cultural del país cuando dio lugar al movimiento Teatro Abierto. Fue allí donde autores como Aída Bortnik, Griselda Gambaro, Eduardo Pavlovsky y Roberto “Tito” Cossa pusieron en escena obras que desafiaban el silencio de esos años. Y fue allí también donde, semanas después, una bomba intentó apagar esa voz colectiva. No lo logró.
Años más tarde, el teatro volvió a encenderse. Primero con una reapertura impulsada por artistas y vecinos que evitaron su demolición, y luego con una puesta en valor arquitectónica -a cargo del arquitecto Gustavo Keller y del consultor técnico fue Marcelo Cuervo- que lo convirtió en una sala moderna, cálida y versátil, con capacidad para más de 300 personas y un pullman acogedor. Hoy, la memoria y la innovación conviven en cada rincón del Picadero.
Desde su reapertura en 2012, es un espacio que combina escena, gastronomía y shows intimistas. Porque además de la sala, en el Picadero hay un bar, con música en vivo y gastronomía, para disfrutar antes o después de una obra.
En esta callecita empedrada a pocos pasos de la Av. Corrientes y la Av. Callao, el Picadero ofrece cada noche una pequeña fiesta compartida. Un teatro que supo nacer en la resistencia, mantenerse con compromiso y crecer con amor por el arte.
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