Un día decidí visitar el barrio de La Boca. El itinerario sería el típico de quien decide dar unas vueltas por esa zona de la ciudad: primero, ir a la sede de su equipo de fútbol; luego, caminar por Caminito, su famoso museo a cielo abierto.
Ya en el camino, noté los primeros vestigios de la aristocracia, con casas y edificios antiguos que reflejaban que, en su época, habían tenido cierto resplandor. No pude dejar de pensar que, con la epidemia de fiebre amarilla, esos lugares se convirtieron en esqueletos hasta ser habitados por los inmigrantes, quienes hicieron del barrio lo que es es día de hoy. Nunca imaginé que ese simple paseo se convertiría en un descubrimiento del lado desconocido de La Boca.
La primera parada fue el estadio al que los hinchas llaman “La Bombonera”. Me bajé del colectivo y caminé dos cuadras hasta llegar al destino. Llegar al complejo ya vale la visita, pero como la curiosidad siempre me hace dar lo mejor de mí, empecé a conversar con una agente de seguridad del local. Le pregunté sobre el estadio, el club y, en medio de esa conversación, para mi sorpresa, me contó del proyecto ambicioso del entonces presidente Alberto J. Armando en la década de los sesenta.
En sus orígenes, fue un proyecto de siete islas artificiales para diversos deportes, además de opciones de entretenimiento como una confitería, parques de diversiones, anfiteatro e incluso sectores de camping. El club tenía 10 años para completar la obra, pero debido a la política, falta de dinero y la hiperinflación nunca se terminó. Salí de allí estupefacta con ese dato, pero impresionada con la infraestructura del lugar, no podía dejar de imaginar cómo hubiese sido si el proyecto inicial se hubiera llevado a cabo.
Al volver para tomar nuevamente el colectivo, ya otra vez en la avenida Alte. Brown, noté que en la esquina opuesta había un hermoso edificio con una torre. En la cola de la parada, comencé a conversar con una vecina del barrio que compartía mi espera y le pregunté sobre el edificio. Según ella, el edificio es conocido como "la torre del fantasma”.
Según su relato, todo comenzó a principios del siglo XX cuando una muchacha compró el terreno y construyó el edificio que fue alquilado por artistas. Una tal Clementina, que era artista, ocupó el último piso. Un día, Clementina decidió mostrar sus obras a una periodista, quien sacó fotos y, al revelarlas, descubrió que había figuras de duendes en sus impresiones. Días después, Clementina se suicidó. Pero la dueña del edificio siempre afirmó que la artista no saltó sino que fue empujada por los duendes que viven en la torre. Con la historia de los duendes aún rondando en mi cabeza, el colectivo llegó y retomé mi viaje.
Después de haber dejado el misticismo atrás, llegué al comienzo de Caminito. Decidí empezar atravesando la calle para estar cerca del río. En la vereda de enfrente, vi un cartel muy grande que, sobre un campo de fútbol, decía: "República de La Boca". ¿La Boca había sido una república? No pude dejar de averiguar y empecé a preguntar en las cercanías.
Según algunos residentes, el barrio se convirtió en república por un corto período de tiempo en 1876, debido a un conflicto sindical entre los extremistas genoveses que llegaron a mandar una carta a quien entonces fuera el rey de Italia. Sin embargo, otros me contaron que es el nombre dado a la asociación de vecinos que fue creada a principios del siglo pasado y que ya tiene en su historia tres generaciones de boquenses. La asociación reunió a ilustres miembros, como los famosos artistas del barrio. La segunda versión me resulta un poco más creíble, a pesar de que sea más romántica.
Sin darse cuenta, entretenida con la conversación, me encontré nuevamente en Caminito. Lo curioso es que para saber que llegaste, basta con ver el colorido de sus casas de cinc y los muñecos. También hay una feria con artesanías y bailarines de tango en los restaurantes. Quería conocer Caminito de cerca y comprar algunos recuerdos. En mis breves diálogos con los comerciantes, acabé oyendo algunas "teorías" sobre la razón de los colores de esas casas populares.
Me contaron que normalmente, los dueños de esos lugares pedían como forma de pago las sobras de las tintas de los barcos para pintar sus casas. Por otro lado, me afirmaron que esa historia es mito y que, en realidad, los conventillos son coloridos porque Benito Quinquela Martín quiso, en 1959, transformar esta parte abandonada de la ciudad en un museo. En este caso, esa tradición se habría esparcido por el resto del barrio.
Con todas las historias resonando aún en mi cabeza, me di cuenta de que había conocido muchas historias que no esperaba: un simple paseo de barrio se había transformado en el descubrimiento de muchas cosas que normalmente no se cuentan de este barrio tan pintoresco de Buenos Aires. Disfrutá vos también de tu propio recorrido por La Boca.