Emprende el regreso. Pregunta en Juncal y Ayacucho para dónde queda San Telmo. Un señor que lleva anteojos de vidrios gruesos le responde con extrema precisión. Demasiada para su rústico español. Al menos, logra interpretar parte del mensaje: el movimiento ida y vuelta de su mano derecha alzada le indica en qué sentido debe avanzar.
A cien metros se encuentra con cinco personas recién salidas de un restaurante. Hablan parados en la puerta sin intenciones de irse. Sólo les faltan las mesas, las sillas y los platos pero actúan como si ese momento fuera una extensión natural de la comida.
“¿Tan tarde y tan tranquilos?”, piensa el turista sorprendido, mientras mira su reloj. El fresco viento de septiembre es su única compañía. Con el sweater alcanza para pasar una noche agradable.
Camina a paso apurado mirando los nombres de las calles. Todavía no aparece la indicada. Sin saberlo deja atrás el barrio de Recoleta y entra en San Nicolás. Analiza a las personas que avanzan en el sentido contrario a él. Una señora paseando el perro, un grupo de amigos tomando cerveza en lata, un señor con los pelos desalineados vestido de deporte y decenas de caras que no se repiten ni tienen rasgos comunes.
Llega a la intersección de una avenida donde pasan autos como si fueran las 2 de la tarde. “¿Habrá algún momento del año que por esta esquina no pase nadie en un semáforo?”, piensa. Se para en la vereda, mientras ve cómo otros esperan el cambio de luz directamente sobre la calzada. Aprovecha y le pregunta a uno por la calle que está buscando. “En la próxima, doblá a la derecha”, le responde.
Llega a la casa a la 1:30 y toca el timbre temiendo que nadie esté despierto. Le abre la puerta la dueña de casa, una señora de 60 años que no pensaba estar durmiendo. Su travesía nocturna le llevó más tiempo del imaginado. Pide perdón por la hora y ella responde como si no lo hubiera escuchado:
-¿Ya te quedás acá? ¿No vas a salir?